sábado, diciembre 03, 2005





Arte de una ausencia
Una lectura a “Forma de la ausencia” de Yanis Ritsos



“(…) Es evidente
que el arte de perder no es demasiado difícil de dominar
aunque pueda parecer como (¡Escríbelo!), como un desastre.”

Un arte, de Elizabeth Bishop.


Perder es en sí encontrar el sentido de la vida. Perder nos duele, es un riesgo que nos ofrece el destino y, por lo tanto, es una prueba de vitalidad. La ausencia es la manifestación patente de eso que ha dejado de ser pero que intacto pervive en la memoria. La existencia de las cosas, de los nombres, de los aromas se impregnan en nuestra alma para sopesar el paso del tiempo, para desenmascarar su mortalidad en algo aún más finito e incompleto. Somos una tierra poblada con hitos y monumentos de una despedida. Somos la forma de una ausencia.
Hablar de lo que se ha hecho arena, de lo que nos ha abandonado en la época de la reproductividad técnica, en sociedades en donde cada objeto es capitalizado y reemplazado por su igual, parece ser la mención de una herejía por tanto postergada. El apego a lo único, a lo que se cristalizó como nuestro, en la multiplicidad arrolladora de entes, es la demostración de un apego al pasado, a lo que una vez eso o esa persona significó para nosotros, no es un desatado presente, sino su letargo insondable. La escritura acerca de lo inexistente, de lo ido, es la experiencia del renacer de lo perdido, es tallar una estela, esculpir en el tiempo.
El poeta Yanis Ritsos nos presenta en su obra “Forma de la ausencia” una potente declaración de presencia. Hijo de una Grecia acostumbrada por los siglos al destierro o al sometimiento, el poeta sitúa el tema de la ausencia en el marco de lo cotidiano, dentro de los hogares, donde la falta desborda y ahoga el alma. Al igual que los “Sonetos a Orfeo” de Rainer Maria Rilke, este ciclo de poemas está motivado por la muerte de una niña cercana al autor; ella es el barquito de papel que provee de un acercamiento ontológico al intersticio mismo de la partida de ese alguien, que determina de una manera nostálgica el anhelo mismo por la vida y la culpabilidad de mantenerse en ella.
Es un recorrido a las plazas, cuartos, comedores y patios que esos niños muertos habitaron una vez, siendo el lector testigo –quizás asomado desde una ventana- del sentimiento que se hunde en los padres tras el recuerdo de la inevitable desaparición. Un dolor íntimo y material que persiguió al poeta desde su obra anterior “La urna” (1957-58) y que con gran don logra captar con el máximo de sentido la experiencia del vacío siempre presente.

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